lunes, 26 de septiembre de 2011

Democracia sexual y Biopoder

El estatuto de las cuestiones sexuales en la actualidad democrática se aclara finalmente al confrontar la noción del “biopoder”. Sabemos por Michel Foucault que hemos pasado de una sociedad definida por el derecho de “hacer morir” a la nuestra, que caracteriza el poder de “hacer vivir”, es decir, “un poder que se ejerce positivamente sobre la vida”. Y si el sexo ha cobrado una importancia tal “como apuesta política”, es porque se inscribe en entrecruce de dos ejes del “poder sobre la vida”, es decir, de las “disciplinas del cuerpo” y de la “regulación de las poblaciones”. De este modo, por ser “el hombre moderno un animal en cuya política su vida de ser viviente se cuestiona”, hoy “el poder habla de la sexualidad y a la sexualidad”.

Por un lado, la noción de bio-poder puede emparentarse a la de democracia sexual: y así como no es posible reducir la política sexual a una simple dimensión de la democracia, tampoco podríamos contentarnos con decir que el poder se refiere también a la vida. El sexo es una apuesta política privilegiada, en un caso como en el otro. Es entonces un mismo punto de partida el que define a la democracia sexual y al bio-poder. Sin embargo, las dos nociones difieren profundamente. Y en efecto, por otro lado, y por decirlo así, para la democracia --no sólo de libertad y de igualdad, sino también de deliberación--, estas perspectivas están ausentes en el análisis foucaultiano, donde se habla más bien de disciplina y regulación, y donde las resistencias sólo son esfuerzos por revertir la lógica del poder sobre la vida.

Esta divergencia entre los dos enfoques queda marcada sobre todo en la articulación entre las leyes y las normas. Para Michel Foucault, el vuelco moderno es también “la importancia creciente que asume el juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley”. No es que la ley desaparezca, sólo se le piensa como uno de los aparatos reguladores de una sociedad normalizadora. En cambio, la hipótesis de la democracia sexual revierte la perspectiva. No es que la ley nos libere de las normas, eso lo hemos visto, sino que la politización abre más bien un espacio, a la vez más arriba de las leyes, gracias a los debates, y más abajo, en la apropiación de las formas jurídicas, espacio que permite ver las normas como tales, revelando su carácter normativo, aflojando así las tenazas de la tiranía normativa.

¿Habrá que oponer democracia sexual y bio-poder como dos versiones simétricas de la politización moderna de las cuestiones sexuales, una optimista (o liberal), otra pesimista (o radical) –la primera esbozando la historia de una emancipación, en tanto la segunda describe un proceso de sujeción? Las cosas no son tan simples: conviene en efecto enmendar las dos versiones, a la luz una de la otra. Por un lado, la perspectiva foucaultiana sobre el poder, incluido el bio-poder, no se limita a una perspectiva en términos de disciplina y de regulación: el desplazamiento que realiza el filósofo entre el primer tomo de su Historia de la sexualidad y los siguientes marca bien una modificación. El filósofo Michel Feher subraya así que a finales de los años setenta, “Foucault tratará de analizar las resistencias de algún modo ‘por ellas mismas’, y no sólo desde el punto de vista del poder que las suscita”.

La noción de gobernabilidad le permite pensar no sólo la asignación, sino también la invención normativa en el registro de la ética: a partir de ahora, “se trata para él de describir la génesis y anatomía de una resistencia observando las nuevas relaciones hacia sí mismos que los individuos que la provocan consiguen inventar a partir de los mecanismos de sujeción de que son objeto”. Es entonces cuando Foucault se vuelve hacia la cuestión de los modos de vida –por ejemplo, en materia de homosexualidad, como lo atestiguan algunas entrevistas en los últimos años de su vida. En suma, la distancia se reduce con los análisis en términos de “democracia sexual”, ya que en la perspectiva foucaultiana, al aparecer como tal (”normada” más que “normal”), la norma ya no se impone como un poder sin otras resistencias que las residuales o reactivas: en ambos casos se abre la posibilidad de invención, ya sea en el espacio de la ley o, de acuerdo con Foucault, fuera de la ley.

Por un lado, las seducciones de la democracia sexual no deben cegarnos sobre los usos normativos de esta noción, dado que el concepto es inseparablemente una consigna. En nombre de la modernidad sexual, es una nueva norma de la sexualidad la que en ocasiones se impone hoy, a la vez en las relaciones heterosexuales, por contraste con la representación en los medios franceses de las “ciudades” asimiladas a “ruedas de molino”, y de los “salvajes insociables” como primitivos sexuales, y en las relaciones homosexuales, cuando el matrimonio gay aparece para ciertos conservadores norteamericanos, deseosos de acabar con toda subversión sexual, ya no como una nueva opción sexual, sino como un modelo de “civilización” y, por ende, de “normalización”.

Este viraje de la democracia en exhorto de liberación se produce también en la escena mundial: la modernidad sexual es hoy un arma en las relaciones internacionales. La guerra contra Afganistán descubrió una justificación suplementaria en su propósito de liberar a las mujeres prisioneras de la burqa. En el momento de luchar contra el terrorismo, la democracia occidental amaneció con una exigencia feminista que otras posturas de la administración norteamericana, bajo George Bush, incluso en instancias internacionales (en particular en materia de aborto), volvían todo menos evidente. Sin duda no se trata (¿por el momento?) de exportar el matrimonio gay en un proyecto de modernización sexual expansionista. Pero el escándalo que provocó en Europa el proyecto de penalización del adulterio en Turquía muestra bien que la modernidad se impone como una norma en un proceso de occidentalización, del cual uno imagina además que podría tener efectos de rebote, incluso en Francia: ¿pues no se sigue invocando ahí el adulterio como una falta en los divorcios?

En resumen, en lugar de oponer el bio-poder foucaultiano a la idea de democracia sexual, tal vez sería más fecundo pensarlos de manera complementaria, como el anverso y reverso de una misma historia. Conocemos el equívoco que define, según Michel Foucault, el concepto de sujeción, condición de sujeción al mismo tiempo que condición de una subjetividad. Es este doble juego constitutivo de un “doble en el género” el que la filósofa Judith Butler toma como objeto en su análisis del sujeto sexual, a la luz de nuestra modernidad sexual. Es el doble juego del poder en el registro sexual: la asignación normativa es también la condición de una invención normativa. En el espacio que hoy se abre entre la norma y la ley, donde la ley participa de la confusión en las normas, convendría pensar juntos bio-poder y democracia sexual.

Por Eric Fassin

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