Por: Ricardo Llamas, Doctor en sociología y autor del libro "Miss Media"
Es realmente impresionante la cantidad de pastel de fresa que aún queda por repartir. Como si de una locomotora sin freno se tratara, los proyectos empresariales dirigidos a un público gay se han lanzado al unísono a la conquista de parajes de consumo inexplorados. Todo el mundo de la empresa (tentado estoy de escribir "emp-rosa") parece saber bien dónde está ese nuevo mundo, y es por eso que más que una aventura de carabelas a la deriva, estamos ante un proyecto de apertura de una única vía férrea con un destino preciso. Un ferrocarril que se está tendiendo a la misma velocidad que lleva la máquina que lo recorre. O se colocan más rieles a todo correr, o esa locomotora se va al cuerno.
Estamos aprendiendo a marchas forzadas que la lógica del mercado y el beneficio no es en absoluto incompatible con una lógica rainbow. Es más, la bandera del arco iris, que nació para representar la diversidad de gays y lesbianas, ha perdido todo contenido político y se asocia hoy a un reclamo publicitario. Todos esos colores, al centrifugarse a la velocidad de vértigo de la lógica empresarial, no dan ya otro resultado que el resplandor del dinero. De aquella gama cromática amplia hemos pasado a un brillo cegador que enmascara todas las diferencias.
Hasta ahora, pocas voces se han alzado en contra de esta carrera de progreso. Ello se debe a esa especie de "liberación" que parece llevar implícito este proceso. Esa visibilidad, esa salida colectiva de los armarios de la clandestinidad, el secreto y la vergüenza, son difícilmente criticables. Parece que hemos de felicitarnos porque ahora podemos mostrarnos ante el mundo con un barniz de respetabilidad y unos aires de incuestionable triunfo. Diríase que existimos socialmente por vez primera, aunque solo sea en la medida de nuestra rentabilidad.
La única contestación que me ha parecido atisbar frente al proyecto de explotación de esas nuevas posibilidades no cuestiona la premisa del estatuto desértico y baldío de los márgenes donde no va a llegar el tren rosa. Y resulta que, si nos paramos a pensar un poco, al final esos márgenes están más densamente poblados de lo que nadie quiere admitir. ¿Quienes estamos en esos parajes yermos donde el comercio rosa no quiere meter sus inversiones? Permítaseme la licencia de meterme en pellejo en ocasiones bien ajeno, y de hacer mías esas voces que nadie quiere escuchar.
Parece obvio que por allí andamos casi todas las lesbianas, por pobres o poco gastonas, que tanto da. Y los viejos, que ya no hay quien nos venda unos modelitos imposibles, ni quien nos mantenga dando brincos desde primeras horas de la noche hasta media tarde del día siguiente. Los menores de dieciocho seguiremos, claro, haciendo la calle o salvando el pellejo como podamos, porque enseguida os acusan de cosas terribles. Y además ciegos, sordas o paralíticos; maricas y bolleras de pueblos y ciudades pequeñas, con VIH o sida, extranjeros exóticos o ilegales, gordas, peludos, s/m’s, promiscuos, solteras…
Lo grave del caso no es que la iniciativa rosa haya creído descubrir un edén limpio y rentable, a costa de ignorar y sumir en la abyección todo lo que ha considerado estéticamente estridente o políticamente no presentable. Lo peor de este asunto es esa mansedumbre con que una mayoría de lesbianas y gays parece haberse acostumbrado a acudir desde sus dominios a la reluciente estación rosa para intentar coger un tren que sólo promete como destino una orgía de gastos. Y que siembra a su paso humillación, uniformidad, displicencia y soberbia.
Lo deprimente, en suma, es que nadie diga que ese Edén no existe; que se lo han inventado. Que nos están vendiendo un decorado falso que, encima, tenemos que subvencionar, construir y poblar para que, sin dejar de ser ficticio, sea mínimamente creíble. Y para que pueda atraer a otras incautas hacia ese escenario de falsos oropeles y letreros luminosos. Todas y todos estamos en los márgenes, por una u otra razón, antes o después. Incluso quienes se empeñan en salir sonrientes ante las cámaras aparentando pulcritud estética o inocuidad ideológica.
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