miércoles, 14 de septiembre de 2011

Homofobia proletaria y deseo de clase

(Fragmento de Extravios, de Ricardo Llamas y Francisco Javier Vidarte)

Las fantasías que estamos exponiendo nunca son unidireccionales. Del otro lado están nuestras propias fantasías. La culpa del desaguisado se reparte a medias. Lo mismo que muchos gays son tan estúpidos que creen que un atributo inalienable del heterosexual es la actividad, habiéndose probado lo contrario, ya que nuestra confrontación les hace descubrir, a los más listos, su lado más “femenino” (para quien siga queriendo asociar femenidad y pasividad), las miradas que muchos de nosotros les dirigimos, babeantes y patéticos, creyendo estar ante el verdadero hombre, les hace caer a ellos en el siguiente error de apreciación.

Partamos de uno de los lugares más frecuentados por algunos heterosexuales y en los que parecen encontrarse a sus anchas: obras, andamios, socavones en el pavimento, asomando la cabeza por la boca de una alcantarilla, conduciendo un camión. Culpa, claro está de una mitología proletaria henchida (como la de otras clases sociales) de homofobia. Es ésta ya claramente una fantasía: ni la clase obrera en el ejercicio de su clase social es sólo heterosexual, ni el sexo inter-clases aporta ningún plus de goce, ni un viandante que pase por delante de uno de estos lugares de trabajo tiene por qué ser gay. Valga esta elucubración, pues, sólo a efecto expositivos.

Evidentemente, si, paseando camino de cualquier parte pasa una marica delante del lugar de trabajo de una cuadrilla de obreros y, por el motivo que sea, saltan chispas, no podemos apresurarnos sin más a hablar de provocación por ninguna de las dos partes. Sencillamente, en el diario tráfago del bullicio urbano, dos o más miradas se cruzan, independientemente de la clase social de los propietarios de sendas retinas. Primera cuestión: está más o menos claro por qué mira el paseante marica. Ellos van sin camiseta, enseñando mucha, tostada y abultada epidermis y luciendo perladas sudoraciones. Si se le va la mirada,

no hay problema alguno en ello: un hombre (del tipo hetero que aquí nos ocupa), por muy estúpido y llevadero a los tribunales que pueda llegar a ser, no tiene por qué ser feo; a menudo, cuando trabajan en medio de la calle, se empeñan en estar particularmente atractivos.

Pero nosotros, que no vamos con el torso desnudo, sino arregladitos y bien vestidos o como buenamente podemos, de calle o más formales, ¿por qué se nos quedan mirando también ellos y nos sostienen la mirada; dejas de mirarlos, vuelves la cabeza y no han apartado la vista? En ocasiones, esta situación les hace proferir un insulto porque quién sabe qué frustración (acaso otra idea falsa que asocie “arregladito y bien vestido” con algo de pluma a “burgués opresor”) les obliga a descargar la tensión, incapaces de sublimarla ni de desviarla por otros medios más sociables. En otros contextos más burgueses (en el Consejo de Administración de una gran empresa, pongamos por caso), una cierta convención de clase anima al hetero homófobo a musitar tan sólo su desagrado, en voz baja: discreción de clase obliga. Volviendo al primer caso, podría surgir ante una homofobia de signo proletario una indiferencia clasista por parte de la marica insultada: no merece la pena perder el tiempo ajustando cuentas con una cabeza sudada que vocifera asomando desde un polvoriento hoyo que lleva escarbando toda la mañana en medio de la calle. Bastante tiene.

El campo de las preguntas estúpidas puede ampliarse sin tino: ¿Mira la marica al obrero porque piensa que es gay?, ¿porque lo considera hetero?, ¿porque es obrero y, con eso, basta? O bien, ¿le insulta este último porque lo considera un burgués?, ¿o porque le parece marica? En última instancia, ¿es homofóbica la lucha de clases?, ¿es clasista la liberación gay?, ¿por qué no se le plantean estas dudas a un viandante hetero?, ¿cómo las solucionaría un obrero marica? Continuemos el paseo.

Lo más interesante del asunto, siendo siempre criticable utilizar el clasismo (quien pueda) como arma arrojadiza contra la homofobia (el mayor factor de cohesión intra e interclasista) es que del hecho de piropear a la mujer de turno a insultarnos a nosotros va un paso y las fronteras no quedan demasiado claras. No queremos decir con esto que si nos amenazan con clavarnos un piolet en la cabeza lo tomemos como un cumplido -hay históricos precedentes para desconfiar-; simplemente pudiera ser que el mecanismo libidinal que soporta esta actitud fuera semejante al del piropo soez, sólo que deformado por la represión. El asco del hetero ante la marica tal vez tenga algo que ver con una pulsioncita homosexual que, de pronto, aflora insospechadamente y, como son “gente sana”, rápidamente mudan en repugnancia y agresividad contra el objeto de deseo. Pero da igual el destino de la pulsión y

cómo ésta se descargue: lo importante es que está ahí. Siempre que la descarga no redunde en nuestro menoscabo físico.

Segundo axioma: los heteros incontaminados por un imperativo de prudencia, socializados y educados de mala manera, descargan sus pulsiones desordenadamente, resultando extremadamente difícil distinguir la componente erótica de la agresiva, solapándose ambas con frecuencia como mecanismo de (auto)despiste. De donde resulta un vano consuelo para algunos: me agrede, pero en el fondo está loco por mí.

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