domingo, 9 de octubre de 2011

las Relaciones Sexuales y la lucha de clases (Primera Entrega)


:::::::::::::::::::::::::::::::


Entre los múltiples problemas que perturban la inteligencia y el corazón de la humanidad, el problema sexual ocupa indiscutiblemente uno de los primeros puestos. No hay una sola nación, un solo pueblo en el que la cuestión de las relaciones entre los sexos no adquiera de día en día un carácter más violento y doloroso. La humanidad contemporánea atraviesa por una crisis sexual aguda en la forma, una crisis que se prolonga y que, por tanto, es mucho más grave y más difícil de resolver.

En todo el curso de la historia de la humanidad no encontraremos seguramente otra época en la que los problemas sexuales hayan ocupado en la vida de la sociedad un lugar tan importante, otra época en la que las relaciones sexuales hayan acaparado, como por arte de magia, las miradas atormentadas de millones de personas. En nuestra época, más que en ninguna otra de la historia, los dramas sexuales constituyen fuente inagotable de inspiración para artistas de todos los géneros del arte.

Como la terrible crisis sexual se prolonga, su carácter crónico adquiere mayor gravedad y más insoluble nos parece la situación presente. Por esto la humanidad contemporánea se arroja anhelante sobre todos los medios que hacen entrever una posible solución del problema “maldito”. Pero a cada nueva tentativa de solución se complica más el enmarañado complejo de las relaciones entre los sexos, y parece como si fuera imposible descubrir el único hilo que nos ha de servir para desenredar el compacto nudo. La humanidad, atemorizada, se precipita desde un extremo al otro; pero el círculo mágico de la cuestión sexual permanece cerrado tan herméticamente como antes.

Los elementos conservadores de la sociedad llegan a la conclusión de que es imprescindible volver a los felices tiempos pasados, restablecer las viejas costumbres familiares, dar nuevo impulso a las normas tradicionales de la moral sexual. “Es preciso destruir todas las prohibiciones hipócritas prescritas por el código de la moral sexual corriente. Ha llegado el momento de arrojar a un lado ese vejestorio inútil e incómodo… La conciencia individual, la voluntad individual de cada ser es el único legislador en una cuestión de carácter tan íntimo”, se oye afirmar entre las filas del campo individualista burgués. “La solución de los problemas sexuales sólo podrá hallarse en el establecimiento de un orden social y económico nuevo, con una transformación fundamental de nuestra sociedad actual”, afirman los socialistas. Pero precisamente este esperar en el mañana, ¿no indica también que nosotros tampoco hemos logrado apoderarnos del “hilo conductor”? ¿No deberíamos encontrar o al menos localizar este “hilo conductor” que promete desenredar el nudo? ¿No deberíamos encontrarlo ahora, en este mismo momento? El camino que debemos seguir en esta investigación nos lo ofrece la historia misma de las sociedades humanas, nos lo ofrece la historia de la lucha ininterrumpida de las clases y de los diversos grupos sociales, opuestos por sus intereses y sus tendencias.

No es la primera vez que la humanidad atraviesa un período de crisis sexual aguda. No es la primera vez que las al parecer firmes y claras prescripciones de la moral al uso, en el campo de las relaciones sexuales, han sido destruidas por el aflujo de la corriente de nuevos valores e ideales sociales. La humanidad ha pasado por una época de “crisis sexual” verdaderamente aguda durante los períodos del Renacimiento y la Reforma, en el momento en que un formidable avance social relegaba a un segundo término a la aristocracia feudal, orgullosa de su nobleza, acostumbrada al dominio absoluto, y en su lugar se asentaba una nueva fuerza social, la burguesía ascendente, que crecía y se desarrollaba cada vez con mayor impulso y poder.

La moralidad sexual del mundo feudal se había desarrollado a partir de las profundidades de la “forma de vida tribal”: la economía colectiva y el liderazgo autoritario tribal que reprimía la voluntad individual de cada miembro. El viejo código moral chocaba con el nuevo código moral de principios opuestos que imponía la clase burguesa en ascenso. La moral sexual de la nueva burguesía estaba basada en principios radicalmente opuestos a los principios morales más esenciales del código feudal. El estricto individualismo y la exclusividad y el aislamiento de la “familia nuclear” sustituyen al énfasis en el “trabajo colectivo” que fue característico de la estructura económica tanto local como regional de la vida ancestral. Los últimos vestigios de ideas comunales propias, hasta cierto punto, de todas las formas de vida tribal fueron barridos por el principio de “competencia” bajo el capitalismo, por los principios triunfantes del individualismo y de la propiedad privada individualizada, aislada.

La humanidad, perdida durante el proceso de transición, titubeó durante todo un siglo entre los dos códigos sexuales de espíritu tan diverso, ansiosa de adaptarse a la situación, hasta el momento en que el laboratorio de la vida transformó las viejas normas en un molde nuevo y logró, cuando menos, una armonía en la forma, una solución en cuanto a su aspecto externo.

Pero durante esta época de transición, tan viva y llena de colorido, la crisis sexual, a pesar de revestir un carácter de gravedad, no se presentó en una forma tan grave y amenazadora como en nuestros tiempos. La principal razón de esto estriba en que durante los gloriosos días del Renacimiento, en la “nueva era” en la que la brillante luz de una nueva cultura espiritual inundó el moribundo mundo con sus vivos colores, inundó la vacía y monótona vida de la Edad Media, la crisis sexual sólo la experimentó una parte relativamente reducida de la sociedad. La capa social más considerable de la época, desde el punto de vista cuantitativo, el campesinado, no sufrió las consecuencias de la crisis sexual más que de una manera indirecta, cuando, lentamente, con el transcurso de los siglos, se transformaban las bases económicas en que estaba fundada esta clase social, es decir, únicamente en la medida en que evolucionaban las relaciones económicas del campo.

Las dos tendencias opuestas luchaban en las capas superiores de la sociedad. Allí era donde se enfrentaban los ideales y las normas de dos concepciones diferentes de la sociedad, y donde precisamente la crisis sexual, cada vez más grave y amenazadora, se apoderaba de sus víctimas. Los campesinos, reacios a toda innovación, clase apegada a sus principios, continuaban apoyándose en las viejas columnas de las tradiciones ancestrales, y no se transformaba, no dulcificaba ni adaptaba a las nuevas condiciones de su vida económica el código inconmovible de la moral sexual tradicional más que bajo la presión de una gran necesidad. La crisis sexual durante la época de lucha aguda entre el mundo burgués naciente y el mundo feudal no afectó a la “clase tributaria”.

Es más, mientras los estratos superiores de la sociedad rompían los viejos hábitos, la clase campesina se aferraba con mayor fuerza a sus ancestrales tradiciones. A pesar de todas las tempestades que se desencadenaban sobre su cabeza, que conmovían hasta el suelo que pisaba, la clase campesina en general, y particularmente los campesinos rusos, lograron conservar durante siglos y siglos, en su forma primitiva, los principios esenciales de su código moral sexual.

El problema de nuestra época presenta un aspecto totalmente distinto. La crisis sexual de nuestra época no perdona siquiera a la clase campesina. Como una enfermedad infecciosa, no reconoce “ni grados ni rangos”. Se extiende desde los palacios y mansiones hasta los barrios obreros más concurridos, entra en los apacibles hogares de la pequeña burguesía, y se abre camino hasta la miserable y solitaria aldea rusa. Elige sus víctimas lo mismo entre los habitantes de las mansiones de la burguesía europea, que en los húmedos sótanos donde se hacina la familia obrera y en la choza ahumada del campesino. Para la crisis sexual no hay “obstáculos ni cerrojos”. Es un profundo error creer que la crisis sexual sólo alcanza a los representantes de las clases que tienen una posición económica materialmente asegurada. La indefinida inquietud de la crisis sexual franquea cada vez con mayor frecuencia el umbral de las habitaciones obreras, y causa allí tristes dramas que por su intensidad dolorosa no tienen nada que envidiar a los conflictos psicológicos del “exquisito” mundo burgués.

Pero precisamente porque la crisis sexual no ataca sólo a los intereses de “quienes todo lo poseen”, precisamente porque estos problemas sexuales afectan también a una clase social tan extensa como el proletariado de nuestros tiempos, es incomprensible e imperdonable que esta cuestión vital, esencialmente violenta y trágica, sea considerada con tanta indiferencia. Entre las múltiples consignas fundamentales que la clase obrera debe tener en cuenta en su lucha para la conquista de la sociedad futura, tiene que incluirse necesariamente la de establecer relaciones sexuales más sanas y que, por tanto, hagan más feliz a la humanidad.

Es imperdonable nuestra actitud de indiferencia ante una de las tareas esenciales de la clase obrera. Es inexplicable e injustificable que el vital problema sexual se relegue hipócritamente al casillero de las cuestiones “puramente privadas”. ¿Por qué negamos a este problema el auxilio de la energía y de la atención de la colectividad? Las relaciones entre los sexos y la elaboración de un código sexual que rija estas relaciones aparecen en la historia de la humanidad, de una manera invariable, como uno de los factores esenciales de la lucha social. Nada más cierto que la influencia fundamental y decisiva de las relaciones sexuales de un grupo social determinado en el resultado de la lucha de esta clase con otra de intereses opuestos.

El drama de la sociedad actual es tan desesperado porque mientras ante nuestros ojos vemos cómo se desmoronan las formas corrientes de unión sexual y cómo son desechados los principios que las regían, desde las capas más bajas de la sociedad se alzan frescos aromas desconocidos que nos hacen concebir esperanzas risueñas sobre una nueva forma de vida, y llenan el alma humana con la nostalgia de ideales futuros, pero cuya realización no parece posible. Somos personas que vivimos en un mundo caracterizado por el dominio de la propiedad capitalista, un mundo de agudas contradicciones de clase e imbuidos de una moral individualista. Aún vivimos y pensamos bajo el funesto signo de un inevitable aislamiento espiritual. La terrible soledad que cada persona siente en las inmensas ciudades populosas, en las ciudades modernas, tan bulliciosas y tentadoras; la soledad, que no disipa la compañía de amigos y compañeros, es la que empuja a las personas a buscar, con avidez malsana, a su ilusoria “alma gemela” en un ser del sexo contrario, puesto que sólo el amor posee el mágico poder de ahuyentar, aunque sólo sea momentáneamente, las tinieblas de la soledad.

En ninguna otra época de la historia ha sentido la gente con tanta intensidad como en la nuestra la soledad espiritual. No podría ser de otra manera. La noche es mucho más impenetrable cuando a lo lejos vemos brillar una luz.

Las personas individualistas de nuestra época, unidas por débiles lazos a la comunidad o a otras individualidades, ven ya brillar en la lejanía una nueva luz: la transformación de las relaciones sexuales mediante la sustitución del ciego factor fisiológico por el nuevo factor creador de la solidaridad, de la camaradería. La moral de la propiedad individualista de nuestros tiempos empieza a ahogar a las personas. El hombre contemporáneo no se contenta criticando la calidad de las relaciones entre los sexos, negando las formas exteriores prescritas por el código de la moral corriente. Su alma solitaria anhela la renovación de la esencia misma de las relaciones sexuales, desea ardientemente encontrar el “amor verdadero”, esa gran fuerza confortadora y creativa que es la única que puede ahuyentar el frío fantasma de la soledad que padecen los individualistas contemporáneos.

Si es cierto que la crisis sexual está condicionada en sus tres cuartas partes por relaciones externas de carácter socioeconómico, no es menos cierto que la otra cuarta parte de su intensidad es debida a nuestra refinada psicología individualista, que con tanto cuidado ha cultivado la ideología burguesa dominante. La humanidad contemporánea, como dice acertadamente la escritora alemana Meisel-Hess, es muy pobre en “potencial de amor”. Cada uno de los sexos busca al otro con la única esperanza de lograr la mayor satisfacción posible de placeres espirituales y físicos para sí, utilizando como medio al otro. El amante o el novio no piensan para nada en los sentimientos, en la labor psicológica que se efectúa en el alma de la persona amada.

Quizá no haya ninguna otra relación humana como las relaciones entre los sexos en la que se manifieste con tanta intensidad el individualismo grosero que caracteriza nuestra época. Absurdamente se imagina la persona que para escapar de la soledad moral que le rodea le basta con amar, con exigir sus derechos sobre otra alma. Únicamente así espera obtener esa rara dicha: la armonía de la afinidad moral y la comprensión entre dos seres. Nosotros, los individualistas, hemos echado a perder nuestras emociones por el constante culto de nuestro “yo”. Creemos todavía que podemos conquistar sin ningún sacrificio la mayor de las dichas humanas, el “amor verdadero”, no sólo para nosotros, sino también para nuestros semejantes. Creemos lograr esto sin tener que dar, en cambio, los tesoros de nuestra propia alma.

Pretendemos conquistar la totalidad del alma del ser amado, pero, en cambio, somos incapaces de respetar la fórmula de amor más sencilla: acercarnos al alma de otro dispuestos a guardarle todo género de consideraciones. Esta sencilla fórmula nos será únicamente inculcada por las nuevas relaciones entre los sexos, relaciones que ya han comenzado a manifestarse y que están basadas en dos principios nuevos también: libertad absoluta, por un lado, e igualdad y verdadera solidaridad como entre compañeros, por otro. Sin embargo, por el momento, la humanidad tiene que sufrir todavía el frío de la soledad espiritual, y no le queda más remedio que soñar con una época mejor en la que todas las relaciones humanas se caractericen por sentimientos de solidaridad, que podrán ser posibles a causa de las nuevas condiciones de la existencia.

La crisis sexual no puede resolverse sin una transformación fundamental de la psicología humana, sólo puede ser vencida por la acumulación de “potencial de amor”. Pero esta transformación psíquica depende en absoluto de la reorganización fundamental de nuestras relaciones socioeconómicas sobre una base comunista. Si rechazamos esta “vieja verdad”, el problema sexual no tiene solución.

A pesar de todas las formas de unión sexual que ensaya la humanidad presente, la crisis sexual no se resuelve en ningún sitio.

No se han conocido en ninguna época de la historia tantas formas diversas de unión entre los sexos. Matrimonios indisolubles, con una familia firmemente constituida, y a su lado la unión libre pasajera; el adulterio conservado en el mayor secreto, al lado del matrimonio y de la vida en común de una muchacha soltera con su amante; el matrimonio “por la iglesia”, el matrimonio de dos y el matrimonio “de tres”, e incluso hasta la forma complicada del “matrimonio de cuatro”, sin contar las múltiples variantes de la prostitución. Al lado de estas formas de unión, entre los campesinos y la pequeña burguesía encontramos vestigios de las viejas costumbres tribales, mezclados con los principios en descomposición de la familia burguesa e individualista, la vergüenza del adulterio, la vida marital entre el suegro y la nuera y la libertad absoluta para la joven soltera. Siempre la misma “moral doble”.

Las formas actuales de unión entre los sexos son contradictorias y embrolladas, de tal modo que uno se ve obligado a interrogarse cómo es posible que el hombre que ha conservado en su alma la fe en la firmeza de los principios morales pueda continuar admitiendo estas contradicciones y salvar estos criterios morales irreconciliables, que necesariamente se destruyen el uno al otro. Tampoco resuelve la cuestión la justificación que se oye corrientemente: “Yo vivo conforme a los principios de una moral nueva”, puesto que esta “nueva moral” se encuentra todavía en proceso de formación. Precisamente la labor a realizar consiste en hacer que surja esta nueva moral, hay que extraer de entre el caos de las actuales normas sexuales contradictorias la forma, y aclarar los principios, de una moralidad que corresponda al espíritu de la clase revolucionaria ascendente.

Además del extremado individualismo, defecto fundamental de la psicología de la época actual, de un egocentrismo erigido en culto, la crisis sexual se agrava mucho más con otros dos factores de la psicología contemporánea: la idea del derecho de propiedad de un ser sobre el otro y el prejuicio secular de la desigualdad entre los sexos en todas las esferas de la vida, incluida la esfera sexual.

La moralidad burguesa, con su familia individualista encerrada en sí misma basada completamente en la propiedad privada, ha cultivado con esmero la idea de que un compañero debería “poseer” completamente al otro. La burguesía ha logrado a la perfección la inoculación de esta idea en la psicología humana. El concepto de propiedad dentro del matrimonio va hoy día mucho más allá que el concepto de la propiedad en las relaciones sexuales del código aristocrático. En el curso del largo período histórico que transcurrió bajo los auspicios de la “tribu”, la idea de la posesión de la mujer por el marido —la mujer carecía de derechos de propiedad sobre el marido— no se extendía más allá de la posesión física. La esposa estaba obligada a guardar al marido fidelidad física, pero su alma no le pertenecía en absoluto.

Los caballeros de la Edad Media llegaban incluso a reconocer a sus esposas el derecho de tener adoradores platónicos y a recibir el testimonio de esta adoración de caballeros y menestrales. El ideal de la posesión absoluta, de la posesión no sólo del “yo” físico, sino también del “yo” espiritual por parte del esposo, del ideal que admite una reivindicación de derechos de propiedad sobre el mundo espiritual y emocional del ser amado es un ideal que se ha formado totalmente, y que ha sido cultivado igualmente por la burguesía con el fin de reforzar los fundamentos de la familia, para asegurarse su estabilidad y su fuerza durante el período de lucha para la conquista de su predominio social. Este ideal no sólo lo hemos aceptado como herencia, sino que llegamos incluso a pretender que sea considerado “como un imperativo” moral indestructible.

La idea de propiedad se extiende mucho más allá del matrimonio legal. Es un factor inevitable que penetra hasta en la unión amorosa más “libre”. Los amantes de nuestra época, a pesar de su respeto “teórico” por la libertad, sólo se satisfacen con la conciencia de la fidelidad psicológica de la persona amada. Con el fin de ahuyentar de nosotros el fantasma amenazador de la soledad, penetramos de una manera violenta en el alma del ser “amado” con una crueldad y una falta de delicadeza que sería incomprensible a la humanidad futura. De la misma manera pretendemos hacer valer nuestros derechos sobre su “yo” espiritual más íntimo. El amante contemporáneo está dispuesto a perdonar más fácilmente al ser querido una infidelidad física que una infidelidad moral, y pretende que le pertenece cada partícula del alma de la persona amada, que se extiende más allá de los límites de su unión libre. Considera cualquier sentimiento experimentado fuera de los límites de la relación libre como un despilfarro, como un robo imperdonable de tesoros que le pertenecían exclusivamente y, por tanto, como un espolio cometido a sus expensas.

El mismo origen tiene la absurda indelicadeza que cometen constantemente dos amantes con respecto a una tercera persona. Todos hemos tenido ocasión de observar un hecho curioso que se repite continuamente. Dos amantes que apenas han tenido tiempo de conocerse en sus relaciones mutuas se apresuran a establecer sus derechos sobre las relaciones personales anteriores del otro y a intervenir en lo más sagrado y más íntimo de su vida. Dos seres que ayer eran extraños el uno para el otro, hoy, únicamente porque les unen sensaciones eróticas comunes, se apresuran a poner la mano sobre el alma del otro, a disponer del alma desconocida y misteriosa sobre la cual ha grabado el pasado imágenes imborrables y a instalarse en su interior como si estuvieran en su propia casa.

::::::::::::::::::::::::::::::::


* Por Alejandra Kollontai

No hay comentarios:

Publicar un comentario


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...