(Segunda Entrega)
La feminidad como formato normativo de género
En la civilización occidental las mujeres han sido objetualizadas, cosificadas, reducidas a lo que en la jerga filosófica se denomina ser-en-sí, no teniendo acceso a la autoconciencia, al ser-para-sí, a la autorrepresentación, es decir, a la posibilidad de ser sujeto, de tener capacidad de nombrar y significar el mundo. Esta infravaloración fue debida a que “el varón según ratificaron grandes filósofos y pensadores como Schopenhauer, Nietzsche, Hegel y Kierkegaard... fue considerado superior a la mujer, lo cual condujo a que ésta fuese configurada como espejo de las necesidades del hombre, encarnando la sumisión, la pasividad, la belleza y la capacidad nutricia. Este constructo cultural vinculó a la mujer al cuidado de los hijos y de la familia y la mantuvo alejada de las decisiones del Estado”6.
Este alejamiento de la mujer del mundo de la cultura y de la política es lo que explica que la feminidad haya sido objeto de una heterodesignación, que hayan sido los varones los que tradicionalmente han definido lo femenino y que la construcción de la feminidad haya sido una construcción en negativo de lo masculino, haya sido una construcción especular, quedando la mujer reducida a un espejo “dotado del mágico y delicioso poder de reflejar la silueta del hombre del tamaño doble del natural”7.
El icono de la mujer como soporte en el que el varón puede reflejarse es muy utilizado en el orden patriarcal y muy importante para la configuración de la identidad masculina, pues verse en los ojos de un ser lo suficientemente próximo le permite reafirmar su identidad viril. Esta posibilidad de reflejarse no se da para la mujer porque ella queda reducida a objeto reflectante, cosificada. Para acabar con esa objetualización, para alcanzar el estatuto de sujeto, para poder hablar y significar el mundo por sí misma y para poder configurar su autorrepresentación las mujeres tuvieron que recorrer un largo camino. El camino no sólo ha sido largo sino lleno de escollos ya que en Occidente durante siglos los saberes hegemónicos, es decir, la religión, la ciencia, la medicina, la filosofía etc. han actuado como discursos legitimadores de la desigualdad en las relaciones de poder entre los sexos. Particular importancia tuvo la filosofía ya que “la más alta, difícil y abstracta reflexión de las humanidades, es uno de los vehículos conceptuales de sexuación, quizá el principal”8 y fue una de la prácticas discursivas utilizadas por la elite dominante como discurso de legitimación de una ideología patriarcal.
Desde sus orígenes la filosofía, por lo menos la filosofía hegemónica, definió a la mujer de una forma especular, subrayando la polaridad entre los géneros, valiéndose para ello de la caracterización de la filosofía como un saber que va más allá de las apariencias sensibles, que se preocupa sólo por el ser (la esencia, la sustancia, la idea), por una realidad inmóvil, imperecedera, siempre idéntica a sí misma, que no deviene y no cambia, y que se despreocupa del mundo de las cosas reales, contingentes, perecederas.
La filosofía de Platón es, pues, la causante de una importante jerarquía entre espíritu y naturaleza, mente y cuerpo, hombre y mujer etc., pero hay que tener en cuenta que Platón admitía una cierta interconexión entre ambos mundos, pues para el autor la filosofía es amor a la sabiduría y no solamente la posesión de la sabiduría por lo que “eros” (el amor) desempeña un papel muy importante de mediador, de intermediario entre el mundo sensible y el inteligible, aunque ciertamente eros estará reservado sólo a los varones, los únicos que son capaces de dar a luz a la filosofía, al orden simbólico.
En la modernidad, es cuando el dualismo mente/cuerpo, espíritu/naturaleza, razón/pasión o sentimiento se agudiza, ya que según Descartes “no soy, pues, hablando con exactitud, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón” y –sigue afirmando Descartes- “sin el cuerpo puedo ser o existir”, con lo que el sujeto queda reducido a pura sustancia pensante, siendo el cuerpo totalmente inesencial. De este modo el concepto de individuo o de persona que el cartesianismo crea es el de un sujeto autónomo que no depende de otros yoes ni de ninguna cosa fuera de sí y que considera al cuerpo, y por lo tanto a las emociones y a los sentimientos, como una parte insignificante y despreciable. Esta concepción de la subjetividad totalmente racional, imperturbable, autosuficiente, negadora del cuerpo y de la relación con los otros sujetos favorece la clásica economía binaria entre el principio activo del logos masculino y la pasividad de la corporeidad femenina, al tiempo que permite utilizar la contraposición razón/emoción, cultura/naturaleza para justificar la discriminación de las mujeres por su falta de control emocional.
El modelo de subjetividad cartesiano fue defendido posteriormente por los más ilustres representantes de la ilustración, como Kant o Rousseau. Kant insiste en un modelo de sujeto guiado exclusivamente por la razón y totalmente alejado de las pasiones, de las emociones, de los deseos. La moral kantiana forja el ideal de un sujeto moral autosuficiente, un sujeto individualista, autónomo, que se aleja de los sentimientos, de las emociones, de las relaciones personales y de la ayuda de los demás, porque si no lo hace así se revela dependiente e incapaz de alcanzar la plena madurez. Este ideal de sujeto autocontrolado, independiente, desvinculado del cuerpo y de las relaciones personales excluye una vez más a las mujeres, las que difícilmente se acoplan a ese modelo individualista, negador del cuerpo, de los afectos y de los vínculos personales.
Por su parte Rousseau define a la mujer en relación al varón. Sofía está destinada a ser la esposa de Emilio, su educación ha de estar orientada a satisfacer las necesidades físicas, afectivas y sexuales del varón, por lo que el varón sigue siendo el prototipo, el canon, la medida. En palabras del propio Rousseau: “Toda la educación de las mujeres debe referirse a los hombres. Agradarles,serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de adultos, aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida agradable y dulce: he ahí los deberes de las mujeres en todo tiempo, y lo que debe enseñárseles desde la infancia”9.
Este discurso discriminador difundido por importantes filósofos, pedagogos e ideólogos modernos es consolidado por los dictámenes científicos de la época. “Hacia mediados del siglo XVIII, Pierre Roussel inaugura la serie de tratados sobre la mujer de la Medicina llamada filosófica por su combinación de principios metafísicos y observación empírica... Estos médicos filósofos sostenían que la diferencia biológica que existe entre los sexos es la causa de la diferencia de funciones y espacios sociales... Los hombres debían ocuparse de la perfectibilidad de la humanidad, asumiendo todas aquellas acciones ... necesarias para el progreso de la humanidad (educación, organización democrática y racional de los aspectos económicos, culturales, sanitarios etc. de la sociedad). Las mujeres, como seres dominados por su biología, habían de dedicarse al perfeccionamiento de la especie”10. Es decir, debían quedar confinadas al ámbito doméstico y reducidas al papel de madre y esposa.
En contra de esos dictámenes se propagaban otras filosofías que defendían una concepción igualitaria de los sexos, destacando particularmente Poullain de la Barre con su obra de L´égalité des deux sexes (1673), Condorcet (1743-1794) en su Ensayo sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía (1790), Olympe de Gouges (1748-1793) con su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791), Mary Wollstonecraft (1757-1797) con Vindicación de los Derechos de la Mujer. Todos ellos insisten en que es el prejuicio o la costumbre lo que induce a pensar que los varones son superiores a las mujeres, pero que si se atiende a los dictados de la razón se ha de concluir que todos los seres humanos son iguales pues “el cerebro no tiene sexo”. Ahora bien, a pesar de la exigencia de igualdad de estos pensadores/as, las relaciones del feminismo con la modernidad y con el proyecto ilustrado no están exentas de problemas, tensiones y paradojas, pues la Modernidad erigió una concepción del sujeto y del ciudadano de espaldas a las mujeres, excluyéndolas del ámbito público, negándoles el disfrute de los derechos civiles y políticos y deslegitimando filosóficamente –por lo menos por parte de sus más eximios representantes- que las mujeres pudieran ser alumbradas por las luces de la razón como muy elocuentemente lo describe la filósofa Adriana Cavarero en el siguiente fragmento:
“En el desarrollo histórico que ve surgir el Estado Moderno y la moderna democracia, un viejo orden político basado en la desigualdad entre los hombres es suplantado por un nuevo orden político basado en la igualdad entre los hombres. En sus orígenes, el principio de igualdad se aplica sólo a los sujetos masculinos. La hipótesis teórica que funda el principio de igualdad en que “todos los hombres son iguales por naturaleza” está pensada sólo para el sexo masculino... Pensado sólo para los hombres, el principio de igualdad –en principio- no es que excluya a las mujeres, es que no las toma en consideración. Las mujeres están desterradas de la esfera pública –son por lo tanto invisibles e impensables- en la que el modelo igualitario erige su lema revolucionario. Se asocian naturalmente a la esfera privada y sólo en ellas son visibles... La exclusión de las mujeres no es un proceso accidental que se va regularizando con el tiempo como pasó con algunos sectores de varones. Se trata de una exclusión primaria, inscripta en el sostenimiento exclusivamente masculino del principio. Pensado por los hombres y para los hombres, el principio de igualdad deja intocable y refuerza aquella natural distinción, entre una esfera pública masculina y una esfera doméstica femenina, que hace de las mujeres unos sujetos políticamente impensables, o sea unos no-sujetos”11.
A pesar de todas las contradicciones, limitaciones y paradojas subyacentes al pensamiento ilustrado, dicho sistema filosófico fue más propicio que otros para las mujeres, ya que la proclamación de la razón, de una razón descorporeizada permitió que se ubicara también a las mujeres en el ámbito de la conciencia y que varias/os ilustradas/os postularan la misma capacidad de autonomía y de racionalidad para los dos sexos.
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6 Carabí, A., “Construyendo nuevas masculinidades” en Segarra, M., Carabí, A., Nuevas Masculinidades. Icaria, Barcelona, 2000, p. 16.
7 Woolf, V., Una habitación propia, Seix Barral, Barcelona, 2001, p. 50.
8 Valcárcel, A., La Política de las Mujeres. Cátedra, Valencia, 1997, p. 74.
9 Rousseau, J. J., Emilio o de la educación. Alianza, Madrid, 1995, p. 494.
10 Puleo, A., Filosofía, Género y Pensamiento Crítico. Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial.Universidad de Valladolid. Valladolid, 2000, pp. 48-49.
11 Restaino, F., Cavarero, A., Le Filosofie Femministe. Paravia, Torino, 1999, pp. 123-124. La traducción es mía.
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